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Privatización

septiembre 24, 2011

La forma fácil de ganar un debate es plantearlo en términos erróneos. Se trata de una solución trivial, especialmente cuando la alternativa al planteamiento tendencioso es recurrir a conceptos económicos que no son intuitivos a priori, que no están extendidos en la opinión general y que son complicados de transmitir en la barra del bar. Hoy, aprovechando que es tema de actualidad, vamos a analizar un ejemplo de debate mal planteado: el impacto de la privatización sobre las finanzas públicas y, en particular, de parte de Loterías y Apuestas del Estado.

Un argumento común es que se trata de «pan para hoy, hambre para mañana»: dado que estamos vendiendo (parte de) una fuente de ingresos, sigue el argumento, «a la larga» será peor para las cuentas del Estado, ya que los ingresos futuros se reducen. A primera vista, parece un argumento intuitivo y razonable. No obstante, cuando aplicamos los conceptos de valor presente y coste de oportunidad, emerge un panorama diferente. ¿Por qué? Básicamente, para cualquier evolución de los gastos públicos y del resto de los ingresos públicos, los ingresos procedentes de la venta son deuda pública que no tenemos que emitir. Y si se tratan de deuda pública que no tenemos que emitir, también se trata de intereses que no tenemos que pagar. En resumen, la comparación no debe hacerse entre el flujo de caja neto de la empresa y el valor de la venta, sino entre el flujo de caja neto de la empresa y lo que nos ahorraremos en intereses. De modo que, a priori, no hay motivo para asumir que una privatización, por el hecho de ser privatización, supone un deterioro de las finanzas públicas (por supuesto, como absolutamente toda interacción económica entre el Estado y el sector privado, es posible -puede ocurrir y ha ocurrido- que en la práctica suponga pérdidas para el contribuyente). Este punto de vista, proporciona, además, una explicación natural al hecho de que las privatizaciones sean más atractivas en épocas de tensión en el mercado de deuda pública (tiempos que, por desgracia, nos está tocando vivir): en un contexto en el que la demanda de deuda pública de países como el nuestro presenta marcadas inelasticidades, el «ahorro» producido por la venta produce más beneficios que en periodos de tranquilidad.

Por el mismo motivo, es posible sacar la conclusión simétrica: a priori, no hay motivo para asumir que una privatización tiene un impacto positivo sobre las finanzas públicas, es decir, no se trata de una operación de reducción de déficit (como explicaba Elena Salgado). En palabras de Citoyen:

Si uno piensa en la política fiscal desde esta óptica, uno llega a varias conclusiones curiosas. Por ejemplo, los ingresos derivados de las privatizaciones no son ingresos de verdad que afecten a la sostenibilidad fiscal; son solo ingeniería contable: uno sólo está amortizando pasivos (deuda) con la venta de activos (empresas). Naturalmente, esto aparece como una reducción del déficit y la deuda, pero es un mal reflejo del esfuerzo fiscal y de la sostenibilidad a medio plazo porque los gastos futuros (la deuda que habría que devolver) han cambiado tanto como los ingresos futuros (la posibilidad de privatizar en el futuro).

¿Cuál debe ser el planteamiento alternativo al financiero? ¿Es decir, cuándo podemos afirmar que es una buena idea privatizar? En términos generales, la decisión de qué actividades económicas (aparte de las de carácter redistributivo) debe llevar a cabo el Estado no se debe tomar pensando en si van a «hacer bulto» en las cuentas del Estado; en su lugar, debe de ser una elección que dependa de si el Estado es mejor o peor que el sector privado en un sector determinado o, de forma más general, de qué combinaciones de instituciones públicas, instituciones privadas, impuestos, subvenciones y regulaciones funcionan para cada problema económico, en cada tiempo y lugar. Se trata de una conclusión relativamente aséptica en términos ideológicos*, desde luego, y no es una idea con gran potencial para unir a las masas bajo una pancarta. Pero no debemos despreciar las humildes ideas aburridas, ya que en muchas ocasiones producen progreso de carácter más estable y duradero que las grandes ideas pretenciosas basadas en ornamentados cascarones retóricos, apelaciones a las emociones o a la «indignación», y cantidades reducidas de datos, ecuaciones y sustancia gris en general.

* Aquí estoy abusando un poco de los teoremas fundamentales de la economía del bienestar, es cierto, y la existencia de limitaciones para estos resultados impide que podamos separar de forma limpia las consideraciones de eficiencia de las de justicia o equidad (o, en lenguaje de economista, separar los aspectos positivos de los normativos). Es decir, que no siempre (¿prácticamente nunca?) podemos aislar completamente las cuestiones «técnicas» de las ideológicas. Pero la idea no es negar completamente la intersección entre ambos aspectos del problema (lo que sería pernicioso, al igual que el extremo opuesto), sino advertir contra el exceso de signo contrario: el abuso del prisma ideológico en ocasiones en las que oscurece más que ilumina (hemos visto ejemplos a patadas a lo largo de la crisis). En resumen, que veo poco interés en debatir si la apuesta por el capital privado en la administración de la Quiniela o la enseñanza de la integración por partes se pueden considerar atentados contra el proletariado o no.